La historia nos narra un día en la vida de un hombre con múltiples personalidades: asesino, mendigo, ejecutivo y padre de familia. El protagonista encarna diversas realidades en un juego metalingüístico de alto nivel.
Sin embargo cuando llegamos hasta este preciso momento en la trama, el espectador se cuestiona si estamos ante dos personajes más dentro del fascinante carrusel de máscaras o bien se trata de un ejercicio de desnudez emocional entre dos profesionales que, por una vez y, supuestamente, no actúan ni adoptan otras identidades. O quizás sea el reencuentro de dos actores que interpretaron dos papeles para una historia de amor común ya concluida. Aunque pueda resultar algo ambiguo e incluso lo contrario, un servidor siempre se ha decantado -sea o no sea así- por la segunda opción.
La escena funciona como una especie de breve intermission musical en donde dos espectros arrastran sus miserias entre la nostalgia, la melancolía, el dolor y las sombras. Todo en un entorno en ruinas que potencia metafóricamente el leitmotiv de la canción: el pasado. Y es que, ante tal abanico de avatares y situaciones preconcebidas, estos seres tan atrapados como adictos, poco a poco van perdiendo su esencia y su verdadera identidad queda totalmente desdibujada.
Mención especial para Denis Lavant y Leos Carax en la dirección. Obra maestra.