En Gran Bretaña, en el año 1920, Harold Abrahams y Eric Lidell eran dos corredores excepcionales. Sus motivos para correr eran tan diferentes como sus pasados: cada uno tenía su propio Dios, sus propias creencias y su propio concepto del triunfo. Ambos se entrenan con un mismo objetivo: competir en los Juegos Olímpicos de París 1924.
Os dejo con la escena más iconográfica de la cinta de Hugh Hudson (que personalmente la hubiera rodado de otra manera salvo el prólogo y sus primeros segundos de los pies) que destaca sobre todo por la inolvidable partitura del gran compositor griego Vangelis Papathanassiou. La cinta nunca me ha acabado de apasionar, posee una narración bastante mejorable y un ritmo lleno de altibajos, pero es un clásico del cine deportivo.
“Podemos cerrar los ojos y recordar a aquellos hombres con esperanza en sus corazones y alas en sus pies”.